lunes, 21 de marzo de 2011

Infancias I - El pajarito con susurrar de lagartijo

Virginia levanta su mirada del papel y se encuentra con los ojos de Leonard Woolf, su esposo. Se miran por un largo rato. Se miran como si tuvieran celos, el uno de la otra –ella de él por su paciencia. Se miran por tanto tiempo que, muchos años después, cuando alguien escribe estas palabras, se siguen mirando: ella, con cara de ahogada; él, como si fuera un cervatillo. Como si fuera el hijo mayor de aquella cierva que los hombres han venido a llamar Locura. Un animal erótico que se repliega sobre sus costillas antes de dar el salto del amor. Un animal pequeñito, como un cucarrón, que duerme la siesta en el jardín; y cuando despierta con su cabello atrapado entre las ramas, le pide a las criadas que lo desenreden y ellas se divierten peinando su cabeza, con tanto esmero como cuando preparan el alimento. Al llegar la noche, ya está bañado y perfumado para ella. Enciende las velas porque así se cocinan mejor los muslos, “a fuego lento”.

Virginia, en el estante, me hace guiños. Me llama con su lengua hinchada de agua de río. La tomo entre mis manos; me deslizo por sus páginas como si fueran alas de cuervo. Me desmayo en la cama mientras el alma patalea de indecencia. Virginia y Leonard llevan mucho tiempo mirándose, tocándose, masturbándose las sienes con pausadas explosiones de alquitrán. Se pegan, se juntan, se adhieren. Muchos años después, quien escribe estas palabras se queda atrapado entre los dos, se enreda en sus abrazos, se besa con él, se besa con ella; a veces siente que se besa a sí mismo. Apretujados, en la cama, se van haciendo una masa informe; aquí una mano, allá una boca, del otro lado otra boca. Hasta que no puede reconocerse en ese cuerpo un solo ojo.

Llueve. El libro vuelve al estante. Corro a la ventana que señala al Sur. Me quedo en silencio. Espero. Espero. Cuando aparece el tercer relámpago en el cielo cierro las cortinas y por un pequeño orificio, estratégicamente abierto, observo. Allí está. Posa sus patas en la rama de siempre. Se acicala los brazos con el pico, se acurruca y canta. Hay en su boca de pájaro agreste un susurrar de lagartija. Treinta minutos cada lluvia; y yo en la ventana, treinta minutos también. Me gusta ver cómo estira sus patas, cómo deletrea para mí esas historias de truenos y nidos y batallas aéreas que luego yo le cuento a Leonard y a Virginia. “¿Prefieres a ese pájaro que a mí?”, preguntó alguna vez Virginia. Y no supe responderle. “Sólo me gusta mirarlo, escuchar cómo canta”, le dije, “a veces he deseado que un rayo caiga y rompa la rama para ir a salvarlo y traerlo a mi casa y ponerle vendas y bañarlo en alcohol y en agua oxigenada. Pero soy muy pequeño, y mi mamá no me deja traer animales a la casa”.

Por eso soy contento asomado a la ventana. Deseo todos los días que llueva para poder hablar con él. Porque yo también le hablo. Con mis ojos detrás de las cortinas le digo: “Pajarito con voz de lagartijo, aquí estoy, y tengo un regalo. Hoy me escapé de la clase de matemáticas para fabricar una casita. La hice de cartón y también de plástico, porque aún no he aprendido a utilizar el martillo. Y mi papá murió mucho antes de que pudiera enseñarme. También tengo vendas y alcohol, por si acaso.” Pero él no me escucha, se va siempre cuando la última gota cae al piso.

Virginia me regaña porque a veces estoy como ausente. “Niño, niñito mío. Ven a jugar con Leonard y conmigo, deja esos cuentos de pájaros y de truenos para otra tarde”. Y mis mejillas se enrojecen porque no me gusta ser descubierto. Es como si pudiera leerme la cabeza, lo que hay dentro de ella. Como si fuera un libro y ella fuera sacándome letra por letra como sacando piojos. Me pongo colorado. Pero esquivo la vergüenza con una sonrisa y me lanzo a la cama como un caballito desbocado y Leonard me monta porque le gusta jugar al llanero solitario. Virginia escribe y nos derrama la tinta en el pecho y se ríe a carcajadas cuando se nos mete un poco por la nariz. Entonces nos vengamos con una almohada de plumas, Leonard golpeándola y yo dejándola sin aire.

Mi mamá dice que estoy muy chiquito para hacer el amor, por eso sólo me atrevo a tener sexo. Voy golpeando duro a Virginia con el libro que es de pasta como de cuero de vaca. Le doy muchos besos a Leonard en el cuello y él me muerde tanto que me ha tocado fingir caídas por las escaleras para que mi mamá no haga preguntas. Así voy pasando los días: guardando el secreto del amor entre Leonard y Virginia. Y esperando en la ventana que llueva y aparezca el pajarito. Cuando sea grande y pueda hacer el amor, le dispararé con una cauchera para traerlo a casa. Y mi mamá me enseñará a amarlo.

A él le pediré que me enseñe a susurrar como las lagartijas.

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