En algún momento del tiempo. Nada más que un fragmento.
Él, a quien llamaremos Ene, y ella, a quien llamaremos Qu, eran compañeros de clase, se sentaban en pupitres subsiguientes y compartían una que otra tarea y alguna respuesta en el examen. Ene era el tipo de niño gracioso, de poco estudiar y mucho alzarle la falda a cuanta mujer se cruzara en su camino. Qu no estudiaba más de lo necesario y pasaba la mitad de su tiempo sumida en sus delirios de amor y en los juegos inocentes de un cuerpo que mostraba los primeros indicios de la femineidad. Y Yo, a quien llamaré simplemente Yo era el hijo de una profesora y había aprendido a leer y a escribir antes que los demás y recitaba de memoria los departamentos y sus capitales.
Ene no era precisamente amigo de Yo, pero un día, de esos que coinciden con alguna extraña alineación planetaria, estaban allí sentados en el jardín de la casa de Yo, hablando de caballos y helicópteros y de sus correrías infantiles, hasta que Ene rompió el equilibrio y como un ternero que ya su madre no quiere amamantar, se convirtió en hombre. Ante la vista incrédula de Yo, abrió la boca como si fuera a devorarse de una carcajada el patio entero y la casa con sus muebles, resopló como resoplan las bestias salvajes y dijo, agarrándose el cinto con ambas manos, en posición de vaquero: estoy enamorado. Unos segundos después estaba Yo escribiendo un carta de amor salida desde lo más hondo de la emoción infantil y desde lo más sentido de su cuerpo apenas explorado. Y fue con esas palabras, que Yo olvidara pronto, que Ene conquistó a Qu.
S era una niña hermosa, de esas que al voltear la cara para ver a su alrededor, lo petrifican todo. S serpiente. S de cabello largo. S incrustada en el espacio cóncavo de la barriga. S de media luna. S con sabor a vainilla. Ese pequeño detalle poético de saber atravesar el corazón de la mujer amada, del hombre amado, con el dardo afilado de la palabra agresiva, agresiva como el amor mismo que golpea con sus cascos de caballo indomable y fractura las costillas, y a veces mata. S que recibía una carta de amor de las manos de Yo, y luego, rompiendo el papel, lanzaba su golpe directo a la cabeza del niño que, petrificado, no se dio cuenta en qué momento se había convertido en el objeto de burla de todo el patio de recreo. Pero el ridículo no es, ni de lejos, más vergonzante que la negativa al amor; Yo se sentó junto a la ventana aquella tarde y mirando las figuras de las nubes creyó ver el destino: sus palabras podían enamorar a cualquiera, menos a la mujer, o al hombre, como sabría más tarde, que se llevara su corazón en los labios.
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Los saltos en el tiempo no son, hoy, una historia de la ciencia ficción. En algún lugar del mundo, muy seguramente, alguien está viajando en el tiempo para reparar, si es que se puede, un error cometido. He sabido de historias de personas que han dicho "te quiero" y han desaparecido al instante; que tal vez al sentirse insatisfechas hayan regresado en el tiempo para secuestrarse a sí mismas y evitarse ese mal trance. Cuentan quienes han vivido esa experiencia que luego del desvanecimiento, en el espacio que ocupaba esa persona queda una pequeña estela de vapor o de energía concentrada con forma de gusano, que se va estirando por unos cuantos segundos, hasta desaparecer en una breve explosión apenas perceptible por el oído humano; los más curiosos se han acercado demasiado al agujero y han estado a punto de ser absorbidos por él. El caso más dramático que conocí fue el de un hombre que acababa de salir de una cirugía de corazón y se acercó tanto a uno de esos agujeros que el gusano le abrió por completo el pecho y se devoró el corazón enviándolo quién sabe a qué lugar en el tiempo.
Así es como Yo, sumido en sus meditaciones tomó por equivocación la ruta de uno de estos gusanos y fue a parar, al instante, mucho tiempo después, ante la mirada de Efe. Efe animal salvaje que parece correr a la par del viento. Efe con un par de ojos incrustados en lo más profundo del océano. Efe armado hasta los dientes con los impulsos rabiosos con que la luna agita las mareas. Efe que se toma su tiempo para desfigurar el rostro ante la presencia de Yo, quien, aún mareado por el viaje, no puede más que tropezar con algún artilugio del amor mal acomodado en el piso y dando tumbos se va al suelo, en un desmayo inevitable que viene seguido de la ceguera.
Hay golpes de cabeza que pueden producir ceguera. Son sobre todo aquellos golpes producidos por la caída libre de un cuerpo A sobre un cuerpo B, a toda velocidad y sin oposición del viento. El que cae, a veces, recibe la peor parte. Si el cuerpo B, dándose cuenta a tiempo de semejante asalto, se corre un poco para evitar el choque, el cuerpo A tendrá un amplio porcentaje de posibilidades de fractura. Dicen, aunque no es asunto confirmado, que alguna vez en Praga un militar vio, desde el techo en que estaba encaramado, a una mujer tan hermosa como la belleza misma y sin pensarlo se lanzó de un salto, porque temía no encontrarla al bajar las escaleras. La mujer se asustó con el ritual de una paloma que gritaba casi con voz humana y salió corriendo del lugar. Sin saberlo siquiera, esquivó el salto de amor de aquél militar enloquecido que se estrelló duro contra el pavimento y fracturándose todos los huesos, se fracturó también el alma; o al menos así quedó registrado en el reporte oficial: fractura múltiple del alma. Aunque los más escépticos han estudiado los supuestos documentos oficiales y aseguran: "que el nombre del militar fracturado era Willhelm Alma, por lo que los mencionados documentos se referían al apellido y no al concepto almático, sobre el cual, de todos modos, los grandes sabios de la humanidad no se han puesto nunca de acuerdo".
Efe se hizo cargo de Yo, aunque no alcanzaba a comprender todavía esa extraña historia de los viajes en el tiempo y los gusanos y la caída libre del amor. Cada noche, antes de dormir, Efe se acostaba al lado de Yo y abrazándolo le hablaba del color del cielo y de la casa y todas las cosas que había visto en el día. Con los días, Yo se aprendió de memoria el cuerpo de Efe. Llegó a pensar que incluso podría permanecer ciego por siempre, pues no era necesario verlo para acomodarse perfectamente a la curvatura de sus huesos. Ese reconocimiento, que ni siquiera había logrado con su propio cuerpo, esa conciencia edípica que se despertaba como el aleteo de un zumbido oracular, ese vuelo del destino que le azotaba ahora la cabeza y luego las piernas y las manos y más tarde los labios, ese todo inmutable del amor acelerado, del amor reconocible, porque Yo reconocía en Efe todo un universo practicable y aplicable del amor y de la alquimia, ese uno-sólo con que acoplaba a Efe con el universo mismo, era el misterio revelado de la creación, era la explosión originaria; y creyó por un instante que era Júpiter orbitando al rededor del sol, y luego Mercurio que corría veloz para alcanzar a Efe-Saturno y regalarle un cinturón de estrellas que no tuviera que envidiarle nada a Orión. Hasta que Efe colapsó y en una de las conversaciones nocturnas, luego de que un cometa perdido lo sacará de un golpe de su órbita, besó a Yo en los labios como si le besara el corazón, y lo tomó con fuerza de las manos como si quisiera amarrarle el alma en un abrazo y Yo, respirando, como si ya no hubiera aire en Plutón, abrió los ojos y pudo ver.
Yo se sentía como una vestal iniciada y ardía en deseos por proteger eternamente ese fuego sagrado de Afrodita que es la luz en los ojos del amante. Efe quiso celebrar semejante acontecimiento de la luz recuperada y abriendo de par en par las ventanas de la casa, le propuso a Yo que se dieran un paseo por el mar.
[Ahí estás vos, sentado en el borde del muelle, tocando el agua con las puntas de los pies, sonriendo como si supieras que los peces te sonríen desde lo profundo, porque saben reconocerse en el reflejo que les dicta tu mirada. Me acerco y te ofrezco un poco de alimento para peces que dejas caer al instante sobre la superficie de las aguas; te quedas viendo cómo se hunde el alimento y pareces recordar las historias de naufragios que te contara yo alguna vez mientras dormías. Luego me tomas por sorpresa y me lanzas al abismo: mi cuerpo se hunde rápidamente y puedo ver a los peces ocupados en su almuerzo, me apresuro a salir para respirar y ya vienes cayendo encima con toda la seguridad del niño que, al lanzarse al agua, sabe que debe aferrarse al borde para evitar el hundimiento. Te aferras a mí y me convences de nadar mar adentro. De lejos, la costa se parece a un perro que duerme la siesta de la tarde y de vez en cuando mueve la cola que es una ola acompasada que empuja a los bañistas suavemente hacia la orilla. Luego, la costa ya no es un perro sino una línea fragmentada que divide la vida del amor, porque allá está la vida, y aquí, en el mar abierto está el amor. Me rodeas la cintura con las manos y me besas como besando el horizonte, que te obliga a ir cada vez más allá. Las aguas se agitan y en la ciudad alguien anuncia el estado del tiempo. La tormenta se hace visible y en poco tiempo un remolinó está empujándonos hacia el fondo del océano. En un segundo respiro y en otro tengo los ojos inundados de corrientes oceánicas. Las olas nos revuelcan como potros salvajes, nos atacan, nos empujan hacia arriba y hacia el fondo. Nuestros cuerpos, habituados tan pronto a las pulsiones agresivas de las aguas, van deslizándose como olas submarinas que en su venir y devenir traen el ahogo. Me ahogo de vos, te ahogas de mi. Se ahoga el mar de nosotros. Y allá en la costa que ahora es un puñado de arena desprendida de las manos de los dioses, la espuma se desliza con la calma de la brisa que anuncia el fin de la tormenta. Va y viene el mar en el encuentro de la playa, va y viene como el impulso descarnado de la luna que aumenta la marea, que la lleva a su punto más alto, y la deja caer nuevamente como se dejan caer nuestros cuerpos, uno sobre el otro, en el respiro infinito del orgasmo]
Pero algo que quizás confundieron con una tormenta y no era otra cosa que un agujero de gusano, absorbió a Yo y a Efe y los mandó quién sabe a qué lugar en el tiempo, lejos el uno del otro. Y allí, donde desaparecieron, el mar se agita eternamente, como si esperara su regreso.
[Dicen que Yo se dedicó a escribir pequeños fragmentos del amor para poder entregárselos a Efe, si es que algún día, por equivocación, Efe viene a parar en su puerta. Aunque sabe que sus palabras no podrán conquistarlo, intentará traducir cada frase en un beso lanzado al viento...]
FIN