lunes, 21 de marzo de 2011

Infancias I - El pajarito con susurrar de lagartijo

Virginia levanta su mirada del papel y se encuentra con los ojos de Leonard Woolf, su esposo. Se miran por un largo rato. Se miran como si tuvieran celos, el uno de la otra –ella de él por su paciencia. Se miran por tanto tiempo que, muchos años después, cuando alguien escribe estas palabras, se siguen mirando: ella, con cara de ahogada; él, como si fuera un cervatillo. Como si fuera el hijo mayor de aquella cierva que los hombres han venido a llamar Locura. Un animal erótico que se repliega sobre sus costillas antes de dar el salto del amor. Un animal pequeñito, como un cucarrón, que duerme la siesta en el jardín; y cuando despierta con su cabello atrapado entre las ramas, le pide a las criadas que lo desenreden y ellas se divierten peinando su cabeza, con tanto esmero como cuando preparan el alimento. Al llegar la noche, ya está bañado y perfumado para ella. Enciende las velas porque así se cocinan mejor los muslos, “a fuego lento”.

Virginia, en el estante, me hace guiños. Me llama con su lengua hinchada de agua de río. La tomo entre mis manos; me deslizo por sus páginas como si fueran alas de cuervo. Me desmayo en la cama mientras el alma patalea de indecencia. Virginia y Leonard llevan mucho tiempo mirándose, tocándose, masturbándose las sienes con pausadas explosiones de alquitrán. Se pegan, se juntan, se adhieren. Muchos años después, quien escribe estas palabras se queda atrapado entre los dos, se enreda en sus abrazos, se besa con él, se besa con ella; a veces siente que se besa a sí mismo. Apretujados, en la cama, se van haciendo una masa informe; aquí una mano, allá una boca, del otro lado otra boca. Hasta que no puede reconocerse en ese cuerpo un solo ojo.

Llueve. El libro vuelve al estante. Corro a la ventana que señala al Sur. Me quedo en silencio. Espero. Espero. Cuando aparece el tercer relámpago en el cielo cierro las cortinas y por un pequeño orificio, estratégicamente abierto, observo. Allí está. Posa sus patas en la rama de siempre. Se acicala los brazos con el pico, se acurruca y canta. Hay en su boca de pájaro agreste un susurrar de lagartija. Treinta minutos cada lluvia; y yo en la ventana, treinta minutos también. Me gusta ver cómo estira sus patas, cómo deletrea para mí esas historias de truenos y nidos y batallas aéreas que luego yo le cuento a Leonard y a Virginia. “¿Prefieres a ese pájaro que a mí?”, preguntó alguna vez Virginia. Y no supe responderle. “Sólo me gusta mirarlo, escuchar cómo canta”, le dije, “a veces he deseado que un rayo caiga y rompa la rama para ir a salvarlo y traerlo a mi casa y ponerle vendas y bañarlo en alcohol y en agua oxigenada. Pero soy muy pequeño, y mi mamá no me deja traer animales a la casa”.

Por eso soy contento asomado a la ventana. Deseo todos los días que llueva para poder hablar con él. Porque yo también le hablo. Con mis ojos detrás de las cortinas le digo: “Pajarito con voz de lagartijo, aquí estoy, y tengo un regalo. Hoy me escapé de la clase de matemáticas para fabricar una casita. La hice de cartón y también de plástico, porque aún no he aprendido a utilizar el martillo. Y mi papá murió mucho antes de que pudiera enseñarme. También tengo vendas y alcohol, por si acaso.” Pero él no me escucha, se va siempre cuando la última gota cae al piso.

Virginia me regaña porque a veces estoy como ausente. “Niño, niñito mío. Ven a jugar con Leonard y conmigo, deja esos cuentos de pájaros y de truenos para otra tarde”. Y mis mejillas se enrojecen porque no me gusta ser descubierto. Es como si pudiera leerme la cabeza, lo que hay dentro de ella. Como si fuera un libro y ella fuera sacándome letra por letra como sacando piojos. Me pongo colorado. Pero esquivo la vergüenza con una sonrisa y me lanzo a la cama como un caballito desbocado y Leonard me monta porque le gusta jugar al llanero solitario. Virginia escribe y nos derrama la tinta en el pecho y se ríe a carcajadas cuando se nos mete un poco por la nariz. Entonces nos vengamos con una almohada de plumas, Leonard golpeándola y yo dejándola sin aire.

Mi mamá dice que estoy muy chiquito para hacer el amor, por eso sólo me atrevo a tener sexo. Voy golpeando duro a Virginia con el libro que es de pasta como de cuero de vaca. Le doy muchos besos a Leonard en el cuello y él me muerde tanto que me ha tocado fingir caídas por las escaleras para que mi mamá no haga preguntas. Así voy pasando los días: guardando el secreto del amor entre Leonard y Virginia. Y esperando en la ventana que llueva y aparezca el pajarito. Cuando sea grande y pueda hacer el amor, le dispararé con una cauchera para traerlo a casa. Y mi mamá me enseñará a amarlo.

A él le pediré que me enseñe a susurrar como las lagartijas.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Abril de 1937 - Carta a Bernardo Soler

Hubiera querido responder cuanto antes a tu carta, pero ciertos motivos de seguridad me obligaron a partir hacia un lugar que me mantuviera a salvo. Esas palabras suyas, tan sinceras y desenfadadas, supieron llegar a aquella habitación, de paredes casi devoradas por la humedad, como un abrigo de piel que alivia del frío de la soledad, del enclaustramiento. Me sorprende que recordaras con tal precisión la dirección de mi tío L.; pensé que dejarías la carta en la antigua casa para que alguien la hiciera llegar a manos de mi madre. Cuando el tío L. se contactó conmigo sentí bastante emoción al saber que la memoria te había conservado ese lugar donde alguna vez nos embriagamos hasta el cansancio, por alguna celebración poética.

Dos días antes de recibir la carta, un grupo militar que nadie logró identificar detuvo un tren con la excusa de hacer alguna revisión, dirigida desde el gobierno, luego de que una nota anónima alertara sobre posibles irregularidades en el vagón de carga; hablaron de explosivos o material de guerra, pero no encontraron nada. Quince minutos después de reanudar su marcha, el tren explotó dejando sin vida a cientos de personas. Los medios no se han pronunciado. En la radio no se mencionó ni una palabra sobre el hecho. Las fuerzas militares del país, al menos en los círculos más cerrados a los que he tenido oportunidad de acceder, han negado el asunto. En una fiesta privada a que asistí, en calidad de amigo de un importante banquero a quien le he hecho ciertos favores impensables para la sociedad, pude escuchar a un sargento ebrio que se mofaba, ante una prostituta, de sus dotes militares y de ciertos hechos relacionados con un tren de los cuales se había encargado personalmente.

Me preocupa aburrirte demasiado con estos asuntos de intrigas políticas, mi querido Bernardo, pero a la luz de mi mundo, un poco desvencijado por ese aliento de guerra que se esparce por todo el continente, esto asuntos amenazan una tranquilidad conseguida con tantos años de esfuerzos. Me vi obligado a salir de madrugada en alguna caravana de personas sentenciadas por pequeños mensajes de muerte. Ahora espero refugiado en la casa de un “comisario de la buena luna”, nombre con el cual bautizamos a nuestro protector para evitarle problemas con las autoridades locales. Él sabrá enviar esta carta que escribo para que llegue a su destino lo antes posible. Te pido, mi amigo, que no menciones estos eventos a mi familia en caso de que lleguen a contactarte; por ahora debo permanecer en el anonimato, pero escribo esta carta para que quede constancia de los eventos actuales que me envuelven. En dos días llegará el tren que me sacará del país, luego es muy probable que el destino me lleve a Ankara donde me espera la hija de un viejo amigo.

Con sincero afecto, con temor en mi corazón de no poder comunicarme nuevamente con el mundo, quien escribe y se mantiene a salvo, esperando que Madrid te ofrezca mejores tiempos

Luis XIV, (que así debo llamarme por ahora).

miércoles, 25 de agosto de 2010

Cartas a Bernardo Soler por Antonio Verden - Febrero 18 de 1937

Querido Bernardo:
Aunque intento recordar los acontecimientos sucedidos en nuestro último encuentro en la Calle de las Ánimas, las imágenes difusas de aquella tarde se mezclan con los recuerdos de otros días que fueron fieles testigos de nuestros juegos infantiles, porque en aquella calle siempre fuimos niños, de suerte que en un recuerdo estás vestido de azul y en otro tienes una camisa blanca de esas que incitan al café a derramarse; luego te veo escondido detrás del muro aquél donde tantas veces nos escondimos para espiar a Dolores o María o Casandra, aquella mujer de tantos nombres y ninguno que ocupó gran parte de nuestros delirios juveniles (¿cómo habrían sido las cosas si le hubiéramos preguntado su nombre en vez de nombrarla a nuestro antojo, si la hubiésemos invitado al Café del Camino para que el viejo Eustaquio le ofreciera su mejor café en nuestro nombre?); más tarde te veo sentado en el borde de uno de los tejados lanzando una ráfaga de proyectiles que es esa orina caliente con que te gustaba asustar a los gatos. Y sumido, así, en mis pensamientos, con la vergüenza propia de quien no logra recordar los últimos minutos que pasó junto a su amigo de siempre, recuerdo las lágrimas de aquella tarde y me veo los ojos nublados por esa tela densa del amor que parece refugiarnos ante el dolor de una despedida.

La memoria tiene sus entronques, algunos suaves como el caer de dos cuerpos en un colchón mullido, otros duros como el batallar de dos almas que deben separarse más por obligación que por derecho. En el último recuerdo de nuestra amistad, te veo de pie junto al muro más alto de la Calle de las Ánimas alzando tus manos al viento como queriendo decir: “si alguna vez regresas a este puerto la estatua de nuestra amistad seguirá de pie, esperando”. Me fui con el corazón lleno de deseos de volver, de recorrer las calles de nuestra ciudad tranquila y musical, porque allí todo era música, desde los tacones de Dolores-María-Casandra hasta los golpeteos de la lluvia sobre el espantado cuerpo de los gatos. Y aquí, después de tantos años, ante el probable regreso a aquella tierra que está tan clavada en lo profundo del pecho, clamo al cielo por la existencia de aquella estatua que aún con el cambiar de las ciudades, espero siga en su sitio, tan grande, tan sublime como antes.

Como desconozco tu paradero actual, envío esta carta a manos de tu madre, que tantas veces fue mi madre, con la esperanza de que la haga llegar lo antes posible a su destino y que, con la prontitud del rayo que mutila el viento y desgaja los árboles, me escribas una respuesta que alivie un poco la carga de mis días. En los tiempos de sequía, los amigos son los mejores consejeros; más aún si la sequía tiene su origen en el corazón. Seis años de matrimonio me bastaron para abrirme una herida del tamaño del pecho. Luego, los rumores de guerra desataron una incontrolable niebla de sospecha en esta ciudad, que no debo nombrar por temor a represalias; se hizo imposible salir a la calle sin ser observado con cautela por los vecinos y los prevenidos transeúntes; aquellos que antes saludaban a viva voz y con toda la cordialidad de quien se preocupa por los asuntos del otro, ahora volteaban la mirada como si persiguieran ratones por los huecos de las alcantarillas para evitar el saludo. El tiempo apremia y es preciso que salga de aquí lo antes posible: parece que están persiguiendo a todo aquél que tenga debilidad por los artistas.

A veces, cuando la noche se agita demasiado por los impulsos magnéticos del disco lunar, las almas se contraen sobre sí mismas y parecen refugiarse en los labios del amante de turno, en las algarabías de los niños del barrio que son fieles confidentes del ridículo, en las risas agitadas de los perros que ya no se detienen ante el hueso descarnado. A veces, esas almas parecen llorar, pero no son lágrimas las que salen de las cuencas abiertas de sus ojos; salen palabras que dicen lo que los labios no se atreven a decir por temor a ser asesinados por el beso mayor de la Censura. Ni aún con todos los escapes hacia la libertad que ofrece la intimidad de mi imaginación exaltada logro sentirme a salvo. Anoche lloré y me siento orgulloso de ello, eran lágrimas cargadas de memoria, lágrimas que me empujaban sobre mis pasos para hacerme fuerte. Y ahora que escribo estas palabras, sentidas con el alma, siento que me desprendo de un pesar tan grande como el pesar mismo, al saber que en algún lugar del mundo está mi hogar y que Bernardo Soler, mi cómplice de tantos trances, sabrá escuchar mis palabras y sonreír.

Con el amor en los labios y en los dedos, tu compañero, tu hermano,
Antonio Verden

lunes, 23 de agosto de 2010

Fragmentos Muertitos - VIII

En algún momento del tiempo. Nada más que un fragmento.

Él, a quien llamaremos Ene, y ella, a quien llamaremos Qu, eran compañeros de clase, se sentaban en pupitres subsiguientes y compartían una que otra tarea y alguna respuesta en el examen. Ene era el tipo de niño gracioso, de poco estudiar y mucho alzarle la falda a cuanta mujer se cruzara en su camino. Qu no estudiaba más de lo necesario y pasaba la mitad de su tiempo sumida en sus delirios de amor y en los juegos inocentes de un cuerpo que mostraba los primeros indicios de la femineidad. Y Yo, a quien llamaré simplemente Yo era el hijo de una profesora y había aprendido a leer y a escribir antes que los demás y recitaba de memoria los departamentos y sus capitales.

Ene no era precisamente amigo de Yo, pero un día, de esos que coinciden con alguna extraña alineación planetaria, estaban allí sentados en el jardín de la casa de Yo, hablando de caballos y helicópteros y de sus correrías infantiles, hasta que Ene rompió el equilibrio y como un ternero que ya su madre no quiere amamantar, se convirtió en hombre. Ante la vista incrédula de Yo, abrió la boca como si fuera a devorarse de una carcajada el patio entero y la casa con sus muebles, resopló como resoplan las bestias salvajes y dijo, agarrándose el cinto con ambas manos, en posición de vaquero: estoy enamorado. Unos segundos después estaba Yo escribiendo un carta de amor salida desde lo más hondo de la emoción infantil y desde lo más sentido de su cuerpo apenas explorado. Y fue con esas palabras, que Yo olvidara pronto, que Ene conquistó a Qu.

S era una niña hermosa, de esas que al voltear la cara para ver a su alrededor, lo petrifican todo. S serpiente. S de cabello largo. S incrustada en el espacio cóncavo de la barriga. S de media luna. S con sabor a vainilla. Ese pequeño detalle poético de saber atravesar el corazón de la mujer amada, del hombre amado, con el dardo afilado de la palabra agresiva, agresiva como el amor mismo que golpea con sus cascos de caballo indomable y fractura las costillas, y a veces mata. S que recibía una carta de amor de las manos de Yo, y luego, rompiendo el papel, lanzaba su golpe directo a la cabeza del niño que, petrificado, no se dio cuenta en qué momento se había convertido en el objeto de burla de todo el patio de recreo. Pero el ridículo no es, ni de lejos, más vergonzante que la negativa al amor; Yo se sentó junto a la ventana aquella tarde y mirando las figuras de las nubes creyó ver el destino: sus palabras podían enamorar a cualquiera, menos a la mujer, o al hombre, como sabría más tarde, que se llevara su corazón en los labios.
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Los saltos en el tiempo no son, hoy, una historia de la ciencia ficción. En algún lugar del mundo, muy seguramente, alguien está viajando en el tiempo para reparar, si es que se puede, un error cometido. He sabido de historias de personas que han dicho "te quiero" y han desaparecido al instante; que tal vez al sentirse insatisfechas hayan regresado en el tiempo para secuestrarse a sí mismas y evitarse ese mal trance. Cuentan quienes han vivido esa experiencia que luego del desvanecimiento, en el espacio que ocupaba esa persona queda una pequeña estela de vapor o de energía concentrada con forma de gusano, que se va estirando por unos cuantos segundos, hasta desaparecer en una breve explosión apenas perceptible por el oído humano; los más curiosos se han acercado demasiado al agujero y han estado a punto de ser absorbidos por él. El caso más dramático que conocí fue el de un hombre que acababa de salir de una cirugía de corazón y se acercó tanto a uno de esos agujeros que el gusano le abrió por completo el pecho y se devoró el corazón enviándolo quién sabe a qué lugar en el tiempo.

Así es como Yo, sumido en sus meditaciones tomó por equivocación la ruta de uno de estos gusanos y fue a parar, al instante, mucho tiempo después, ante la mirada de Efe. Efe animal salvaje que parece correr a la par del viento. Efe con un par de ojos incrustados en lo más profundo del océano. Efe armado hasta los dientes con los impulsos rabiosos con que la luna agita las mareas. Efe que se toma su tiempo para desfigurar el rostro ante la presencia de Yo, quien, aún mareado por el viaje, no puede más que tropezar con algún artilugio del amor mal acomodado en el piso y dando tumbos se va al suelo, en un desmayo inevitable que viene seguido de la ceguera.

Hay golpes de cabeza que pueden producir ceguera. Son sobre todo aquellos golpes producidos por la caída libre de un cuerpo A sobre un cuerpo B, a toda velocidad y sin oposición del viento. El que cae, a veces, recibe la peor parte. Si el cuerpo B, dándose cuenta a tiempo de semejante asalto, se corre un poco para evitar el choque, el cuerpo A tendrá un amplio porcentaje de posibilidades de fractura. Dicen, aunque no es asunto confirmado, que alguna vez en Praga un militar vio, desde el techo en que estaba encaramado, a una mujer tan hermosa como la belleza misma y sin pensarlo se lanzó de un salto, porque temía no encontrarla al bajar las escaleras. La mujer se asustó con el ritual de una paloma que gritaba casi con voz humana y salió corriendo del lugar. Sin saberlo siquiera, esquivó el salto de amor de aquél militar enloquecido que se estrelló duro contra el pavimento y fracturándose todos los huesos, se fracturó también el alma; o al menos así quedó registrado en el reporte oficial: fractura múltiple del alma. Aunque los más escépticos han estudiado los supuestos documentos oficiales y aseguran: "que el nombre del militar fracturado era Willhelm Alma, por lo que los mencionados documentos se referían al apellido y no al concepto almático, sobre el cual, de todos modos, los grandes sabios de la humanidad no se han puesto nunca de acuerdo".

Efe se hizo cargo de Yo, aunque no alcanzaba a comprender todavía esa extraña historia de los viajes en el tiempo y los gusanos y la caída libre del amor. Cada noche, antes de dormir, Efe se acostaba al lado de Yo y abrazándolo le hablaba del color del cielo y de la casa y todas las cosas que había visto en el día. Con los días, Yo se aprendió de memoria el cuerpo de Efe. Llegó a pensar que incluso podría permanecer ciego por siempre, pues no era necesario verlo para acomodarse perfectamente a la curvatura de sus huesos. Ese reconocimiento, que ni siquiera había logrado con su propio cuerpo, esa conciencia edípica que se despertaba como el aleteo de un zumbido oracular, ese vuelo del destino que le azotaba ahora la cabeza y luego las piernas y las manos y más tarde los labios, ese todo inmutable del amor acelerado, del amor reconocible, porque Yo reconocía en Efe todo un universo practicable y aplicable del amor y de la alquimia, ese uno-sólo con que acoplaba a Efe con el universo mismo, era el misterio revelado de la creación, era la explosión originaria; y creyó por un instante que era Júpiter orbitando al rededor del sol, y luego Mercurio que corría veloz para alcanzar a Efe-Saturno y regalarle un cinturón de estrellas que no tuviera que envidiarle nada a Orión. Hasta que Efe colapsó y en una de las conversaciones nocturnas, luego de que un cometa perdido lo sacará de un golpe de su órbita, besó a Yo en los labios como si le besara el corazón, y lo tomó con fuerza de las manos como si quisiera amarrarle el alma en un abrazo y Yo, respirando, como si ya no hubiera aire en Plutón, abrió los ojos y pudo ver.

Yo se sentía como una vestal iniciada y ardía en deseos por proteger eternamente ese fuego sagrado de Afrodita que es la luz en los ojos del amante. Efe quiso celebrar semejante acontecimiento de la luz recuperada y abriendo de par en par las ventanas de la casa, le propuso a Yo que se dieran un paseo por el mar.

[Ahí estás vos, sentado en el borde del muelle, tocando el agua con las puntas de los pies, sonriendo como si supieras que los peces te sonríen desde lo profundo, porque saben reconocerse en el reflejo que les dicta tu mirada. Me acerco y te ofrezco un poco de alimento para peces que dejas caer al instante sobre la superficie de las aguas; te quedas viendo cómo se hunde el alimento y pareces recordar las historias de naufragios que te contara yo alguna vez mientras dormías. Luego me tomas por sorpresa y me lanzas al abismo: mi cuerpo se hunde rápidamente y puedo ver a los peces ocupados en su almuerzo, me apresuro a salir para respirar y ya vienes cayendo encima con toda la seguridad del niño que, al lanzarse al agua, sabe que debe aferrarse al borde para evitar el hundimiento. Te aferras a mí y me convences de nadar mar adentro. De lejos, la costa se parece a un perro que duerme la siesta de la tarde y de vez en cuando mueve la cola que es una ola acompasada que empuja a los bañistas suavemente hacia la orilla. Luego, la costa ya no es un perro sino una línea fragmentada que divide la vida del amor, porque allá está la vida, y aquí, en el mar abierto está el amor. Me rodeas la cintura con las manos y me besas como besando el horizonte, que te obliga a ir cada vez más allá. Las aguas se agitan y en la ciudad alguien anuncia el estado del tiempo. La tormenta se hace visible y en poco tiempo un remolinó está empujándonos hacia el fondo del océano. En un segundo respiro y en otro tengo los ojos inundados de corrientes oceánicas. Las olas nos revuelcan como potros salvajes, nos atacan, nos empujan hacia arriba y hacia el fondo. Nuestros cuerpos, habituados tan pronto a las pulsiones agresivas de las aguas, van deslizándose como olas submarinas que en su venir y devenir traen el ahogo. Me ahogo de vos, te ahogas de mi. Se ahoga el mar de nosotros. Y allá en la costa que ahora es un puñado de arena desprendida de las manos de los dioses, la espuma se desliza con la calma de la brisa que anuncia el fin de la tormenta. Va y viene el mar en el encuentro de la playa, va y viene como el impulso descarnado de la luna que aumenta la marea, que la lleva a su punto más alto, y la deja caer nuevamente como se dejan caer nuestros cuerpos, uno sobre el otro, en el respiro infinito del orgasmo]

Pero algo que quizás confundieron con una tormenta y no era otra cosa que un agujero de gusano, absorbió a Yo y a Efe y los mandó quién sabe a qué lugar en el tiempo, lejos el uno del otro. Y allí, donde desaparecieron, el mar se agita eternamente, como si esperara su regreso.

[Dicen que Yo se dedicó a escribir pequeños fragmentos del amor para poder entregárselos a Efe, si es que algún día, por equivocación, Efe viene a parar en su puerta. Aunque sabe que sus palabras no podrán conquistarlo, intentará traducir cada frase en un beso lanzado al viento...]

FIN

viernes, 13 de agosto de 2010

Fragmentos Muertitos - VII

Dosymediadelamadrugada. Dosdeagosto de dosmildiez. En blanco.

Y él asintió con la cabeza porque no pudo decirle ya con la boca lo mucho que la extrañaría, pero ella nunca había aprendido a interpretar sus gestos, por lo que se fue creyendo que simplemente estaba despidiéndose al hacer aquél movimiento de avestruz con la cabeza; pero no bien hubo avanzado el tren poco más de medio kilómetro, él sacó del bolsillo de su pantalón el pañuelo amarillo del amor y ella, desde la distancia, sonrió y buscando su lugar en el asiento pensó: "Nos veremos nuevamente" y siguió sonriendo hasta que hubo llegado a su destino.

[Te despides de mi con ese gesto impracticable del deseo, que es la excusa primaria del amor. Me sonríes como si tu boca fuera ese pañuelo amarillo que me hace regresar. Y yo, en secreto, sueño con que se oxiden los rieles con la lluvia, para no tener que emprender nunca más el viaje, para quedarme allí, mirándote, mientras escribo estas palabras]

Los rieles se oxidaron cuando ella estaba al otro lado de la vida, lejos de él, soñando con su pañuelo amarillo. Sentada en la ventana, la mujer sólo puede mirar a las aves que se pasean por los cielos; a su lado, en una mecedora que no ha dejado de crujir con los años, está sentada la ausencia. Toma su lápiz y se coloca en posición de ataque; su desnudez, tan pálida, hace juego con aquél rojo del labial en el espejo, y un infinito deseo de sangre se apodera de aquél pequeño trozo de madera y de grafito. La ausencia es una vieja loca que no bien orina en cada rincón de la casa, se mete a la cocina y se roba el alimento. El lápiz en alto, la mecedora crujiendo y luego la carne penetrada que escribe sobre el piso de madera una palabra parecida a la tristeza.

[Con el asomo de tus piernas que cruzan los umbrales del rincón en que me encuentro, se agitan los lápices como borrando los errores de la ausencia, escribiendo nuevas frases que guardo dulcemente en las esquinas de mis dedos y que dejo caer sobre tu espalda en el abrazo con que te beso en sueños]

Y luego un día pudo la mujer ver el pájaro más grande y más hermoso que volaba cerca a su ventana. Sonrió al reconocerlo. El hombre pidió disculpas por haberse demorado tanto. "Lleva tiempo hacerse un buen par de alas", le dijo y la llevó lejos volando de regreso por el camino silencioso donde antes se escuchara mugir el tren con su ímpetu de toro rabioso. Ahora sólo quedaban los rieles recubiertos por sendos matorrales que iban devorando a su paso todo cuanto se encontraban, todo menos el amor, el amor volaba como un pañuelo amarillo robado por el viento del bolsillo del amante.

Fragmentos Muertitos - VI

Nueve de la noche. Treintayunodejulio de dosmildiez. Escuchando a Willie Colón: "Borrando la palabra pena en el diccionario de la vida mía. Y ven a curar tu negro que llegó borracho de la bohemía matando con una sonrisa de los labios tuyos mi melancolía".

Cuando Lucio hundió por primera vez sus pies en el agua, sintió como si una rama se desgajara del árbol al que ha estado atada tanto tiempo y, una vez en el suelo, sirviera de bastón para un viajero cansado que lleva mucho tiempo lejos de su casa. Al principio creyó que las palabras de Gabriela le generaban desconfianza -nunca había dudado de su amor hasta que ella le propuso que la acompañara a la bañera-, pero a medida que pasaban los segundos iba descubriendo que la desconfianza estaba en aquella visión de la espuma que se hacía cada vez más densa y lo ocupaba todo, ocultando de sus ojos el cuerpo desnudo de la mujer. Si pudiera ver su sexo a través del agua, ya estaría dentro de la bañera antes de que ella terminara de invitarlo, pero ese velo blanco que amenazaba con negarle el placer de la virginidad contemplada se transformó en miedo.

Sí, eso era, antes tenía miedo de que ella no le permitiera tocar su sexo ni atravesar aquél velo de espuma que la hacía virgen, pero ahora, parado allí, al pie de la bañera, a medio vestir, tenía miedo de ser la rama que se cae del árbol. Pero Gabriela podía convencer a cualquiera, así que el hombre accedió a entrar en la bañera y, una vez tuvo sus pies adentro, pudo escuchar el sonido de la rama cayendo. El equilibrio se había fracturado justo en la mitad del húmero; ya en el suelo, Lucio no puede ser más que un bastón.

Mientras rompía con sus manos la espuma, dejando aquí y allá hondos agujeros del amor, Lucio lamentó que las ramas no pudieran regresar a sus árboles y aferrarse nuevamente a la corriente de su savia. Antes, cuando la amaba lejos de la bañera, cuando imaginaba sus carnes desnudas bajo la ropa, se sentía mucho más vivo. Ahora que estaba reducido a su papel de rama, se sentaba a llorar en el sofá donde tantas veces la miró sin tocarla. Y afuera los potros del viento anunciaron la llegada de la tormenta; los techos gritaban de temor, los árboles crujían y las ramas, temblando, se aferraban con fuerza a sus troncos. Hacía muchos años que no había una tormenta semejante, incluso la lluvia tenía miedo de la lluvia y podía verse en las ventanas cómo una gota escapaba de otra gota. Lucio lloraba. Y otra gota veía truncada la huida cuando una gota de mayor tamaño se adelantaba a su paso. Ahora Lucio abría la ventana de suerte que muchas gotas se tragaban sus lágrimas, pero el viento era tan fuerte que el hombre crujió y se fracturó por la mitad y ya Gabriela no quiso apoyarse en un bastón partido.

[Ahí estas vos mirándome como se mira a las ramas de los árboles... pero soy un pájaro, y te miro como si fueras un pedazo de aire que me ayude a desplegar las alas]

viernes, 30 de julio de 2010

Fragmentos Muertitos - V

Ochoycuarentaydos de la mañana. Treintadeagosto de dosmildiez. J.J. Arreola hablando de algún poeta: "En uno de sus poemas más bellos se concibe a sí mismo como una rémora pequeñita adherida al cuerpo de la gran ballena nocturna, la esposa dormida que lo conduce en su sueño. Esa enorme ballena femenina es más o menos el mundo, del cual el poeta sólo puede cantar un fragmento, un trozo de dulce piel que lo sustenta".


Y entonces las Grayas tiraron su ojo al aire, como lanzando un dado cuyos lados circulares aumentaban la presión de Azar, de tal forma que algún amigo preocupado mandó llamar una ambulancia porque temía los acontecimientos siguientes. El ojo voló largo rato, no como si el tiempo se detuviera, sino como cuando, al voltear la mirada, se encuentra el amante con la sonrisa del amado y aún después de que aquél se pierda al doblar la esquina, la mirada sigue allí, flotando en el aire, sonriendo todavía, hasta que el parpadeo inevitable saca al hombre de su locura y todos miran al ojo que ha dado su veredicto.

[Cuando te cubriste con las manos el rostro y puede ver allí tu ojo impracticable de corrientes submarinas, colándose por las rendijas de tus dedos, abrí mi boca como abre su boca la noche justo antes del amor; porque aquél gesto de apariencia cotidiana retumbó en las puertas de la casa donde vive la belleza, y despertó a las vírgenes para que cuidaran la llama de la Diosa, y clavó hondo su mano en el pecho abierto del Oráculo que suspiraba ante el secreto revelado. Abrí mi boca, (abriendo la puerta) para devorarte entero y dejarte reposar en mi garganta de tantas palabras atascadas, para que leyeras con cuidado en las paredes de mi cuerpo, aquellas frases que he dejado escritas en tu nombre; y mientras lees, me convierto en aquél pez danzante que retiene ese gesto tuyo, tan parecido al cielo, aún después de que hayas doblado la esquina, y viéndolo lo abrazo, lo tomo entre mis dedos, quizás me lance al beso desorbitado que se posa en las pupilas, hasta que el parpadeo me regresa de nuevo a mi cuerpo de hombre y puedo ver el ojo-dado estático en el suelo]

Cuando un universo colisiona con otro universo pareciera que el fuego cegador amenaza con la muerte, pero entonces los planetas se fusionan y, hechos uno solo, ambos universos se preparan para cocinar el líquido primario del amor. Azar está de camino al hospital porque, como se había previsto, no soportó la tensión del ojo doblemente impredecible de las Grayas y sufrió un desmayo. En la cueva de las Viejas, el ojo es observado con detenimiento. "Azar debe morir" leen todos a un mismo grito, y comienzan a preparar sus trajes funerarios y a recitar sus oraciones. En el hospital se preparan los planetas para la colisión que se avecina. Azar es atendido por un grupo de médicos especialistas en desmayos y en males de ojo. Intentan muchas recetas y muchos procedimientos pero no logran hacer mucho; lo están perdiendo, se está dejando ir.

[Escribes a lo largo de mi columna vertebral, algún par de palabras que no puedo ver pero que siento como propias. No has terminado de darte una vuelta por mi cuerpo y ya estamos sentados al borde del abismo que une la tierra con el trono del aire. No me dices nada, pero sé que mañana, al despertar del día, me pedirás que te acompañe al otro lado del mundo usando los labios como alas]

Cuando el ojo anuncia la muerte de Azar a falta de una cura, cruza por la puerta una mujer de grandes carnes con la gracia de una mariposa, con su vientre enorme como si tuviera amarrado el mundo en su cintura, con los brazos anchos como alas de pegaso. Todos la miran en silencio, porque han aprendido que no se debe hablar en su presencia. "Es mujer santa, guardiana del silencio", es lo que dice la gente. Sin pedir permiso se acomoda en la camilla donde reposa el cuerpo agonizante de Azar, lo toma entre sus brazos y sacándose el seno izquierdo lo introduce en la boca del hombre; con un pequeño masaje logra que la leche salga de su cuerpo y Azar se inunda de deseo, y el ojo, allá en la caverna, se retuerce ante el destino que ha mutado en un instante. La ballena que es esa mujer silenciosa y hecha carnes, guarda de nuevo aquella fuente de la vida y abandona la habitación con la satisfacción de su misión cumplida. Azar, extasiado por semejante aparición, corre a su casa y se sienta a escribir el poema. Se siente diminuto ante aquella mujer de gigantes proporciones. "Es mi ballena", dice, y escribe las más hermosas páginas que alguien haya podido escribirle a una ballena.

[Antes de dormir me decido a leerte un cuento, y te emociona que te hable del océano y del hombre aquél que se llamaba Azar y se hizo navegante sólo para buscar a una ballena y te gusta sobre todo que te hable de ese pez pequeño que somos todos, nadando en nuestro pequeño pedazo de mundo, arrullados por el canto de la guardiana del silencio]

Fragmentos Muertitos - IV

Doceycincuentaydos de la madrugada. Veintidósdejulio de dosmildiez. Meditación: "Coro Místico.- Todo lo perecedero no es más que figura. Aquí lo Inaccesible se convierte en hecho; aquí se realiza lo Inefable. Lo Eterno-femenino nos atrae a lo alto". En boca de Goethe has de caer!!!


Cuando Perseo mató a Medusa, un poco de sangre cayó sobre sus ropas. Y como los delitos que persiguen al culpable hasta el final de los tiempos, así, aquella gota, transferida de generación en generación con la heredad del majestuoso traje de la victoria, vino a dar a los labios de Ifemia, que besando hasta la exageración a su amado Pínides, se devoró la sangre ctónica y adquiriendo una fuerza impetuosa lo acribilló con una barra de atizar fogones hasta dejarlo casi cortado en dos partes iguales.

[Cólera rabiosa. Ataque sorpresivo que toma su impulso en la matriz. Sabes amamantar a todos los hombres con tus pechos de diosa y luego los abres de tajo. Desde el alma los abres, para dejarlos salir]

En el juicio fue difícil determinar la condición de Ifemia. No había registros de que hubiese llevado estudios de historia o de literatura; apenas había alcanzado el cuarto grado de primaria. Ella insistía con que Pínides era descendiente de Perseo, por allá en un siglo lejano, antes del tiempo mismo y que su estado de locura no era otra cosa que el embrujo verde de una sangre mal nacida en el infierno, sangre de gorgona que le había robado el alma incitándola a cometer tal crimen. En todo caso, prometió matar nuevamente, porque "no había exorcismo tan fuerte como para liberar a una persona del dominio de un monstruo griego". La encerraron en un hospital psiquiátrico bajo extremas medidas y cuidados. Allá conoció a Gardel, un amigo de mi infancia que un día se despertó cantando tangos, amarrado a una camilla, y rodeado de cinco "loqueros" que le pedían un autógrafo, o al menos eso creía él, y que le mostraban los nuevos pasos con que mal-sabían bailar. Fue Gardel quien me referenció la historia de Ifemia cuando, libre de su locura, vino a dar a mi casa para que le prestara la vieja colección de LP's de mi padre. Mientras nos tomábamos un té, o un café de avellana, me habló de la sangre de la Medusa que resultó ser una mancha de labial carmín, o rojo natural número cuatro, que había disparado la ira de la pobre Ifemia luego de cinco meses de sospechas. "Una mujer engañada tiene derecho a matar", dijo Gardel con ese gesto socarrón que delataba su infidelidad.

[Así como son tus ojos de cortantes, cortan los filos de tus manos al contacto. Y de tantas veces que he prometido no saludarte la próxima vez que nos veamos, tantas veces voy deseando que me abras la carne]

Pínides murió; mas el cadáver de Pínides es sólo figura. Lo que no sabía el juez y el fiscal ignoraba en su profunda terquedad, era que, al momento del crimen, Ifemia no estaba matando a Pínides: estaba matando a la Belleza, incitadora del engaño, pues ella misma, la Ifemia de todas las mañanas con el pelo enmarañado, se sentía fea, poseedora de todos los atributos negados a la virtud que la belleza ofrece. Pínides se despertó un día y no pudo encontrar en aquella mujer de cabellos como serpientes a la joven con quien se había casado; cayó en los brazos de una delicada muchacha que almorzaba en el mismo restaurante que él y lo había invitado a un plato de caramelo fundido, aquél día que cayó un torrencial aguacero e Ifemia rezaba el rosario para que a su esposo no lo atrapara el resfriado. La mujer "enloqueció", pero su locura no es más que figura, imagen que ocultaba lo inefable, la historia de su orgullo destrozado. Se sabía-sentía fea pero no podía permitir que los demás se enteraran de ello. Prefirió la locura a la fealdad.

[Lo Eterno-femenino me atrae a lo alto. Beso tu amplio vientre que parece un globo a punto de estallarse, como si guardaras allí todo el conocimiento de este mundo y otros mundos. Si tuviera una hoja con filo ocultaría un poco mi ignorancia con los deleites que pudieran saltar desde tu ombligo. Acaso guardes los temblores de Baubo que está muy próxima a la risa. Acaso sea ese vientre como mundo, tan sólo la puerta de entrada a la cueva de tu pubis, donde se oculta el alquimista tembloroso y encarnado del amor, destilando el jugo de la vida]

"Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche en hiel, espíritus del crimen, dondequiera que sirváis a la maldad en vuestra forma invisible". Con tales palabras lanzaba Lady Macbeth su alarido de guerra. El delito no era el delito en sí mismo. El delito era el desprecio de la acción transformadora con que la serpiente subía sigilosa, desde la tierra hasta los oídos, para decir: "justicia; si el hombre mata al dios se vuelve dios él mismo". El delito estaba en la mano temblorosa de su esposo. "No debes temblar, mi querido Macbeth. Endurece tu mano como roca y lanza duro el golpe. Vienes del polvo pero serás roca firme una vez asesinado el dios. Seremos poderosos; seremos estatuas en el museo sagrado de Medusa: eternos". Y con esa voz lo convenció del crimen.

[Me has ido matando poco a poco con los pequeños crímenes que guardas en tus dientes. Pero no es la muerte la que me preocupa, sino la tumba en que descansará mi cuerpo: ¿tu boca o el centro de tus piernas? Si es tu boca, tendré cuidado de no perder el alma, si es tu sexo tendré cuidado de no perder el cuerpo]

jueves, 15 de julio de 2010

Fragmentos Muertitos - III [yuxtaposición de ideas incongruentes y muy calientes]

Ocho de la noche. Quincedejulio de dosmildiez. Razón: Para Novalis, "en cada contacto se engendra una sustancia cuyo efecto dura tanto como el tacto".

Una mano se alza en el infinito negro del universo no creado. Una mano que aún no es mano porque aún no existe la palabra que la nombre. Una mano que puede ser boca con los labios gruesos y grandes, como dos piernas que se engarzan ahogando entre ellas al amante. Manos, bocas, piernas; dos continentes que se atrapan, se desprenden, en el lento flotar de sus cuerpos sobre el agua.

[Sí. Como dos Ofelias, como las dos Ofelias que me arremeten en sueños]

Le llaman Big-Bang a la explosión originaria. Y así como una bomba que se expande, esa ola que va llevándose todo a su paso, así, el primer golpe de la mano que se estrella en el vacío (mano boca pierna cordillera incluso alma), el primer engarce de las piernas sacudidas en orgasmo, en bigbang, es una ola inacabable que va empujando por las calles a los cuerpos contra los cuerpos, a las bocas contra las bocas, a las partículas, u/nas/con/tra/o/tras, en el largo encuentro del océano en la playa. "Porque toda sustancia engendrada en el contacto, es océano", dijo el pescador griego. Luego.. otro diría que fuego, otro que aire....

[Hasta que hoy, cuando me tocas, soy océano profundo inundado por el fuego que se escapa de tus manos terrenales, manos de niño desenfadado que sostiene fuerte la espada, sólo por jugar, y lanza al aire su corte..... y es con el aire que me cortas]

A los niños, el bigbang los tiene sin cuidado. Se caen, se rompen, se lastiman, se levantan, son curados por las manos, labios, continentes de su madre. Piernas que se engarzan porque "no quiere parir todavía", porque "la luna no se ha llenado por completo".

[Vuelvo a ser la misma sustancia moldeable y es entonces que descubro que ya no me tocas. Y si falta el tacto, sueño con ser barro, sueño con ser cueva, ventana de cristales empañados.... "abandonar la carne y desencajar el hueso", dijo la bailarina egipcia]

Al fuego (el que brota de la boca cuando explota un contienente), al fuego, los metales llegan al máximo de su contacto; se amalgaman y son uno-sólo-multiforme-uniforme-deforme. Acaso la piedra filosofal que cierto emperador romano confundió con un huevo prehistórico, y desechó por parecerle que todo lo que es salido del orificio anal, debe quedarse en la tierra y no en los museos. Ni en el museo de su conciencia podía contener la imagen de ese huevo; se sentía repugnante al llevarlo por ahí de la mano de sus ideas astronómicas o compartiendo el agua de tilo con sus ideas arquitectónicas. Cualquier mención del huevo aquél era castigada duramente. Y cuando el emperador iba al baño, lo hacía solo, no permitía que lo acompañaran sus amantes, tenía un ritual personalísimo que nadie nunca llegó a conocer. Los curiosos, que siempre acechan en las cortes, dijeron escuchar muchas veces ciertas palabras en griego antiguo, pero aún hoy los historiadores sospechan que no hablaba con palabras, sino que era un ritual de aullidos y gemidos que sacaba desde el vientre.

[Y si me tocas, aún a la distancia, porque con la mirada también puede tocarse, deliro con mis manos agolpadas en el pecho como nubes que esperan la tormenta y luego, al soltar la carcajada inimitable de la complicidad, soy un montón de gotas derramadas sobre el piso esmaltado que más tarde tendrás que limpiar, por fuerza]

En el acto del amor, en cambio, acto que debía ser filosófico o carnal, y no otra cosa, y nunca los dos al mismo tiempo, el emperador se daba la mayor de las libertades de contacto. "El amor, decía, no pertenece a la tierra originaria, consagrada por los dioses, sino a aquella forma mutable de la tierra que es llamada cuerpo, y que será cuerpo durante el tiempo que dure la cocción... hasta el segundo antes de volver a ser tierra". Todo lo que salía del amor, entonces, no debía entregarse a al tierra sino al cuerpo. No era ya un ritual individual sino un intercambio de brotes amorosos, salidos desde el centro de los continentes de la madre que ya se abren porque "la luna está completa". En el acto del amor, el emperador lanzaba las palabras y los pensamientos (que son esas flores afiladas con que los sabios cortaban las lenguas de los caballos salvajes, mal-llamados unicornios) sobre el cuerpo del amante, en el caso del acto filosófico, así como lanzaba su semen, en el acto carnal, para que al contacto con aquél niño frágil parecido a la inocencia se volviera fruta reverdecida o vino escanciado por Ganimedes.

[Como un niño que descubre el sentido de la muerte, voy tocando cada uno de los espacios en que habitas para transformarlos en insectos, en gusanos, en terrones de tierra con que intento conquistarte, para que dejes por un momento de esconder tu cuerpo de los terrores infantiles. Y cuando logro convencerte, jugamos a los jinetes que van en sus escobas galopando hasta la cima aquella donde se ve la media luna, la tierra que algún padre sin tierra le ha heredado a su hijo. Te caes del caballo porque es la primera vez que montas una escoba y yo te tomo de la mano intentando acomodar con fuerza las riendas en tus dedos, de huesos apenas fabricados por el tiempo. El camino es largo y no podrías soportarlo a pie. A veces, cuando te quedas dormido en el caballo, y temo que te caigas de cabeza, me subo a tu escoba y te sostengo de la barriga: juraría que un día la escuché decirme desde muy adentro, "tómame más fuerte", pero pudo ser tan sólo mi imaginación, porque cuando me ocupo de tu sueño y cabalgamos juntos en tu escoba nos convertimos en dragón, en niebla, en opio que se cuela por las venas rotas de las alcantarillas de tu cuerpo. Así, es muy difícil escuchar lo que dice tu barriga, pero pondré atención para poder contarte la próxima vez que te despiertes]

"Un preciado bálsamo destila de tu mano, como si fuera un atado de amapolas", dijo el poeta alemán.

sábado, 3 de julio de 2010

Fragmentos Muertitos - II [yuxtaposición de ideas incongruentes y muy calientes]

Doceycuarentayseis de la madrugada. Tresdejulio de dosmildiez. Coordenadas: X, Milan Kundera; Y, El libro de la risa y el olvido; Z, "La lítost es un estado de padecimiento producido por la visión de la propia miseria puesta repentinamente en evidencia. Uno de los remedios usuales contra la propia miseria es el amor".

Cuando me vio, sintió como un aleteo de codornices invadiéndole la espalda, colándose por entre sus vértebras como buscando alimento. Pudo decirme sin pudor: "tengo un montón de codornices agolpadas en mi espalda y vértebra por vértebra van casando sus patas y sus picos, van encontrando su nido". Pero no dijo nada. Más fuerte que el ardor del aleteo fue la lítost que se abrió camino entre sus huesos. Se sintió miserable al cruzarse de frente con mis ojos de muerto que centelleaban allá, en el fondo acolchado del cajón. Alguien había olvidado cerrar la tapa por una costumbre antigua de velar a los muertos con la cara al aire para ofrecerle una última visión del mundo (porque antes de ser muertos no tuvieron tiempo para detenerse a ver el mundo); nadie tuvo el cuidado de cubrir el rostro aún cuando el doctor había dicho y advertido: "está muerto, pero su cuerpo seguira teniendo reacciones post-morten durante las doce horas siguientes; es posible que se le abran los ojos, pero no se asusten, porque los muertos han sido ciegos desde siempre."

[Te veo. Puedo verte. Ya sé que no puedo pronunciar ni una palabra; por momentos siento que son mis labios los que se mueven pero son las hormigas que caminan por mi boca, y a lo largo de mi cuerpo, persiguiendo las migajas de una galleta que algún niño empacó en mi ataúd "porque no sobra", "porque el viaje es largo". A veces, creo que también me miras y es como si pudieras escucharme; tú no te das cuenta pero es justo en ese momento que sonrío]

Le tiene miedo a los muertos, desde niño, cuando su madre lo levantó para que viera la cara de su tía Margarita que había muerto de vieja por no comerse las verduras. Estaba arrugada como si se hubiera quedado mucho tiempo buscando tesoros en el tanque, pensó; y cada que se veía los dedos arrugados por el agua, se asustaba creyendo que su muerte llegaría pronto y que no alcanzaría a jugar todos los juegos del mundo. Por eso ahora que veía mis ojos, abiertos por una reacción post-morten parecida a la depravación, no podía más que sentir el grito que se formaba en la punta de su columna vertebral y subía lentamente hasta llegarle a la garganta, que esperaba con ansias semejante acontecimiento, parecido al retumbar de un corcél que se desploma.

[Te asustaste con el primer grito del hombre que insistía con que los ojos del muerto estaban abiertos y centelleaban y miraban con recelo. No pudiste contener la risa. Era una comedia latina representada por un saltimbanqui torpe que repetía una y otra vez el mismo grito y el mismo gesto en un movimiento continuo y cada vez menos dramático. Cuando paraste de reír ya toda la comitiva fúnebre estaba descolgada en arrebatos danzantes y lenguas destempladas y dientes que se salían de sus bocas en la eterna carcajada del silencio; porque ambos sabemos que antes del silencio la tierra abre su boca y tiembla]

Se fue sin decir palabra alguna. Lo cierto es que yo había muerto hace ya mucho tiempo; y el tiempo desfigura a los muertos. Vio mis ojos y gritó, creyó reconocerlos, pero no pudo ver el rostro que besara alguna vez en vida. No dijo nada. Lo invadió un rumor de espuma que se rompe duro contra los acantilados. Juro que vi una lágrima cayendo por su mejilla derecha, pero el doctor ya había insistido con la ceguera de los muertos. Se fue temprano porque había un hombre que lo esperaba en casa con la comida caliente y algún reclamo por alguna de sus imprudencias.

[No sabes que escribo para ti. Ni remotamente lo imaginas. Tengo los ojos abiertos, cansados del encierro de esa habitación en la que nada pasa; los abro para asistir al encuentro de tus pasos que son ecos de temblores oceánicos. A veces creo que me miras y sonrío. Sonrío porque me han comprado una tumba justo al lado de la tuya. Tú no lo sabes aún. Y luego tengo miedo, miedo de que no me reconozcas cuando mi cuerpo se choque con tu cuerpo en lo profundo de la tierra].

Fragmentos Muertitos - I [yuxtaposición de ideas incongruentes y muy calientes]

Onceycincuentayseis de la noche. Primerodejulio de dosmildiez. Coordenadas de meditación: Octavio Paz. Latitud: Trabajos del Poeta VII. Longitud: "Ah, un simple monosílabo bastaría para hacer saltar al mundo. Pero esta noche no hay sitio para una sola palabra más".

Y esta noche, en efecto, las palabras se han quedado colgadas en los rincones de un café; en la risa del último cuento que se desprende de la boca de Catalina, de Julieta, de Sibila... (que no importa el nombre con que la nombre sino la boca con que me nombra); en el engarce de las sonrisas furtivas que se escapan de un par de ojos de ceniza y van a dar a trompicones, despues de azotar mesa por mesa, en la punta de mis pestañas. Esta noche se han quedado las palabras durmiendo en la garganta, arrinconadas, decentes.

[Ni siquiera un monosílabo se atreve a decir "tú" por temor al "yo" que despierte un "ah". Nos acomodamos en la mesa con cuidado de no derramar la "sal", le pedimos a "él", por medio de señas, que prenda la "luz" y nos comprometemos a no pedirle "té"]

La gente nos mira como escarbando entre nuestras costillas: muchos adanes han sido saqueados en las esquinas de la historia por llevar mujeres incrustadas en la piel de sus costados. Por eso nos hemos vestido de piedra esta noche, para que sólo la lluvia pueda deslizarse por nuestras grietas milenarias. Tenemos la mirada recia para reconocer a los arqueólogos que puedan cruzarse en el camino; una vez un hombre descuidado fue capturado por tres arqueólogos venidos de Constantinopla (que de allá viene todo el mundo) y perdió tres huesos de rinoceronte que guardaba bajo su cubierta de roca omoplática y un huevo cristalizado de reptil prehistórico que cuidaba celosamente bajo la dura piedra de su entrepierna.

[La dura deglusión de la palabra 'piedra', que puede quedarse atorada, "ay", en la garganta, se va haciendo "más" suave "si" poco a poco se "va" llenando el vaso con la palabra 'lago'. "Te" miro, esperando que también "me" mires, para decirte en silencio, sin que nadie más se de cuenta: acompáñame a tirar piedrecitas al lago, piedras como ranas que, imitando el croar del viento, traigan un rumor de "tues" que mantengan en su sitio a las palabras]

Esta noche se han quedado las palabras en silencio. Esta noche me han quedado en silencio las palabras. La lluvia me distrae con su plas-plas insinuante, pero el monosílabo de turno no se atreve a imitarla.